Cuando llega la Noche. Capítulo I

CAPÍTULO I

La Montaña

Álvaro se echó sobre la piedra, caliente a pesar de la sombra del árbol; miró en la lejanía y vio el magnífico horizonte que se extendía ante él. Era hombre de ciudad, posiblemente en otros momentos habría tenido ganas de admirarlo, pero ahora lo único que estaba era enfadado, muy enfadado, ya llevaba allí un mes, y aquello parecía que no iba a terminar nunca, “sus muertos”, pensó, y todo por una mierda, tampoco era para tanto, pero, dónde manda patrón no manda marinero.

Miró a la lejanía de nuevo, todo árboles, todo arroyos, era verano, pero allí en lo alto del mundo, el agua corría como si no tuviera fin. A pesar de ello, el calor, el puto calor como le llamaba, no se iba, ni las sombras eran sombras allí; posiblemente en la casita estaría más fresco, pero estaba cansado de estar allí metido, al menos tumbado en lo alto de las imposibles rocas se sentía un poco menos preso, un poco más libre, a pesar de estar en el otro lado total de las cosas que conocía.

El campo, la sierra, le gustaban poco, mejor dicho, nada, ayer había matado un alacrán cerca de la cama, por llamarla de alguna forma, el puto bicho negro le había levantado las pinzas, allí era agresivo hasta el clima, ¿no iba a serlo un bicho con tan mala leche como aquel negro y acorazado alacrán? Cuando lo aplastó, crujió como una cucaracha, si le hubiera picado, hubiera tenido problemas, muchos problemas, estaba en el culo del mundo, quizás no hubiera muerto, ventajas de ser grande, pero lo hubiera jodido bien; mientras hubiera llegado alguien, habría echado las tripas por la boca.

Se recostó sobre la piedra, el aire que allí en lo alto se movía, era cálido, casi te quitaba la respiración. Contempló a un buitre elevarse por las térmicas buscando el sol, y sintió envidia, él podía ir a donde quería, no tenía que estar allí metido como un lobo en una jaula, escondido de todo y de todos, hasta que alguno de los de arriba se le ocurriera que ya era tiempo de que hubieran olvidado lo que había que olvidar.

Se limpió el sudor de la frente, nada que fuera humano se veía desde la cresta de la montaña, ni siquiera un campo roturado, ni una higuera, sólo quejigos, rosales salvajes en la humedad, hierba grande agostada, gamones muertos, ni un solo olivo, que por allí ni romanos ni árabes habían pasado, ¿Quién coño va a querer quedarse con esto? ¿Quién coño va a verter una gota de sangre por esta tierra llena de rocas, donde por la noche sólo se oye el aullar de los lobos?

Se estaba quedando sin provisiones, ya mismo se tendría que comer las uñas de los pies, hasta ahora no habían fallado, pero ya tocaba que le dejaran algo al final de la cuerda en el costado de roca de la montaña, pero pasaban ya dos días que no llegaba nada, subía la cuerda y ésta solo llevaba su propio peso.

Por el agua no había problema, a dos metros de la casa, un venero salía de la misma y pelada roca, agua fresca y sabrosa que emanaba de las mismas entrañas de la tierra.

Pero la comida no era lo mismo, él, que las había pasado de todos los colores, era difícil que pudiera alimentarse en aquel erial. En uno de los arroyos, había visto peces, pero intentó, medio en broma, medio en serio, coger alguno, y se rieron de él hasta casi ahogarse, los putos peces. No era lo suyo, aunque ahora, si el hambre apretaba, se tendría que poner en plan indígena y meterse a tope, que el hambre es mala consejera, lo sabía por experiencia.

Se quitó las botas militares, y movió con placer los sudados dedos, dentro de un calcetín que parecía un churro mojado, dejó que el cálido aire los secara, y un suspiro escapó de sus labios al sentir el placer de abandonar al aire los cansados pies.

Se miró la pantorrilla, del balazo solo quedaba una fea cicatriz como una moneda pequeña, negra y fea, ahondada en la carne, que señalaba el calibre veintidós que la había atravesado, “suerte de constitución que tienes”, pensó, porque sangre la que había podido echar por allí, esa y la del costado, que hasta hacía pocos días supuraba una mierda de color asqueroso, y ¡cómo estaba de antibióticos!, qué le salían por las orejas, todo le sabía a lo mismo, aunque comer de lata no es que te haga tener el paladar más fino.

No quiso ni mirarse la herida del costado, sólo se la tocó, metiendo los dedos por entre los botones de la camisa, ésta estaba hinchada, pero de una puñetera vez cerrada, ya no salía ese asqueroso líquido, la tocó con cuidado, estaba rugosa, como si fuera piel de naranja, y casi parecía como si no fuera suya, estaba insensible.

Menos mal que los gilipollas que le habían disparado no sabían de armas, era un calibre pequeño, que solo te jode cuando pega en algo duro y se hace pedacitos, pero que, si no toca nada, es un picotazo, jodido, pero al final del cabo, un picotazo, que tarda en curar, sí, pero no te deja jodido meando por un tubo, o cagando en una bolsa; demasiadas veces había visto lo que un calibre grande es capaz de hacer en un cuerpo, ahora, eso sí, él no llevaba un calibre pequeño, por eso estaba allí. Sin querer hacerlo, sonrió “que se jodan”, pensó, y se alegró de estar vivo a pesar de la falta de alimentos, del dolor, de los balazos, del calor, de todo.

Apenas una lata de salchichas para ochenta kilos, quizás algunos menos ahora, no tenía una balanza para pesarse, ni falta que le hacía, y pensó en la manifestación, en lo que había pasado.

“Ellos”, vinieron a joderla, se llevaron hostias como panes, él dio unas pocas, pero eran muchos, demasiados, y peor, sacaron pipas, “hijos de puta”, pensó, no tenían bastante con los puños, ¡pistolitas!, y él con la suya guardada, dando hostias a diestro y siniestro, y también recibiendo la más grande, que para eso estaba allí, para eso, porque sabían que venían, era como algo pactado, una manifestación, y los putos rojos que vienen a joderla, siempre era así, o al contrario, era algo no escrito pero que siempre sucedía.

En esos momentos uno de los perroflauta[1], saca una mierda de pistola, y “pum”, dolor en el costado, al de al lado que le vuelan la cabeza, le mancha con los sesos, Abelardo uno de años, de los viejos, y se enfadó, no le importaba que fueran más, que tuvieran más armas, se le subieron los cojones, como decía su padre antes de inflarlo a hostias.

Y tiró de la Llama[2], antigua como el hierro, pero cabrona como pocas, después se enteró de que había matado a tres, y herido a seis, pero él lo único que quería era joder a los que lo estaban jodiendo, y llevárselos por delante, y sin pensar, disparó y disparó, pero procurando no fallar, hacer daño; si algún día lo cogían, no podía decir que fue fortuito, él quería matar, y era bueno en eso, muy bueno, y se los llevó por delante.

Cuando lo rescataron los compañeros, fue el momento en que se percató de que estaba herido también en la pierna, se la miró y contemplo como salía la sangre a borbotones, lo metieron en un coche, y arrancaron a toda velocidad, llegaron a una casa.

No había perdido el conocimiento en ningún momento y vio como lo colocaban en una cama, y un tipo vestido con una camisa negra le sacaba la bala del costado, le dolió como si le arrancaran un pedazo grande de carne, pero no tuvo ni la suerte de desmayarse, solo sintió como si le quemaran con un hierro enorme, le liaron como una momia el torso y le metieron en un coche; allí lo que fuera que le hubieran dado lo tumbó como si de un gigantesco puñetazo se tratara.

Se despertó en una casita; tenía al lado en ese momento, un tipo, con pinta de haberse comido un lobo, delgado como el hambre, con una boina de las de antiguo, el pelo rizado y con una colilla de cigarro en la boca, de los liados, le miraba.

Estaba como si le hubieran pegado un tiro, pero no era uno, eran dos, el individuo le acababa de cambiar las vendas, él estaba destrozado.

– ¿Qué pasa nene, ya te has despertado?, -le preguntó con un acento andaluz, pero cerrado, muy cerrado, casi arrastrando las palabras.

Él lo había mirado sin saber que decir, por no saber, no sabía ni donde estaba.

-No has palmado porque eres una bestia parda, tienes suerte, chavea, -le aseguró el tipo dándole una calada al cigarro, que a pesar de su aspecto continuaba encendido.

-Además no es la primera, -continuó hablando con media sonrisa. Y Álvaro pensó en la cantidad de cicatrices que tenía en el cuerpo.

-No veas para subirte por la cuesta, cabrón, pesas como un burro muerto, joder, -el tipo se levantó, fue a una vieja repisa, cogió una lata de alubias, una vieja y herrumbrosa cuchara, y se comió la lata sin decir nada más.

– ¿Dónde estoy?, -preguntó Álvaro.

-Aquí no te encuentra nadie, esto es la sierra, aquí no pasa ni la Navidad, tienes que curarte y enfriarte, órdenes.

– ¿Órdenes de quién?, -preguntó.

El tipo miró al cielo.

-Ya sabes, de arriba, así que te quedas aquí y te jodes.

– ¿Cuánto llevo aquí?

El tipo sonrió, puso la lata en una mesa vieja de madera que estaba tras de él.

-Una semana, yo ya estoy hasta los cojones de hacer de enfermera, así que me piro, a partir de ahora, es tu problema, yo he hecho lo que me han mandado.

-Joder, -protestó Álvaro-, que no me puedo mover.

-Pues te jodes, -le respondió el tipo con media sonrisa-, yo ya he hecho lo que me han mandado.

El hombre se levantó.

-Allí tienes el cagadero, si no puedes llegar, te arrastras, en frente, tienes un desfiladero. Amarrada a un árbol, esta una cuerda, allí, una vez por semana te dejaré un saco con latas con comida, lo subes y a comer, la otra forma de subir es por un camino cabras, ¡y lo que nos ha costado subirte a peso muerto!, un consejo, como te muevas de aquí, el que te pega un tiro soy yo, ya sabes, -volvió a mirar al cielo-, esos me piden que te mate, y yo te mato, -se encogió de hombros-, no tengo nada contra ti, pero conozco el paño.

-Tómate los antibióticos, uno cada ocho horas, -y señaló unas cajas en el estante-, también tienes Nolotil[3] y cosas de esas, porque te va a doler, -el tipo recogió una escopeta de caza que estaba apoyada en el marco de la puerta de entrada.

Se volvió, se metió la mano en la espalda y le entregó una pistola, una pesada Star[4].

-Cuidado que hay lobos, -le avisó-, y que no te vea ni Dios. Suerte, espero no volver a verte en mi puta vida.

Y desapareció.

Allí estaba Álvaro, mirando la cuerda que no pesaba, las latas que se acababan y sin poder salir de allí, que él también conocía el paño.

Atardecía cuando volvió a la abandonada casa donde le habían dejado, se sentó en la silla, cogió una lata de sardinas, la abrió y se la comió con el hambre que nunca lo dejaba; no sabía cuándo le mandarían más, tenía que racionarlas, no quería bajar tampoco, si lo pillaban, los veinte años no se los quitaba nadie, pero eso no era lo que temía, seguro que no llegaba a juicio, no podían permitir que contara lo que sabía, lo que había conocido durante los años que había estado en el partido.

Se tumbó en la cama, que crujió ante el peso que le echaba encima; aún conservaba rodelas de la sangre y de los líquidos que había dejado allí, pero no estaba la cosa por poner sabanas limpias, pensó en lo lejos que estaba la letrina, como se tuvo que arrastrar casi, cuando tuvo ganas. Se sujetaba el costado, mientras al levantarse sentía como la sangre bajaba por su cuerpo, como si estuviera hecha de cuchillas, y, además, despacio, no quería que se le abriera la herida.

“Hijos de puta”, pensó de nuevo, después de todo, lo habían dejado allí tirado como un perro, pero perro callado no se tiene en cuenta, así que a mamar, si salía de aquella, cosa que dudaba, se perdería, se iría a Sudamérica, a cualquier sitio, pero lejos de la mierda que era la vida que había llevado aquí, con dos tiros pegados por defender sus ideales, y ahora abandonado como un perro, que ni sabía dónde, dejado a su suerte, aunque tampoco le sorprendía demasiado, su vida nunca había sido fácil y nunca lo sería, no sabía por qué, pero lo intuía.

Encendió la radio, casi no le quedaban pilas, y atesoraba los momentos en que torpemente se comunicaba con el mundo.

-Brotes de violencia incontrolada se reportan en todo el mundo, nos estamos volviendo locos, -se oía decir a un locutor entre ráfagas de ruido, en parte por las pilas bajas, en parte por las interferencias.

-Una nueva tragedia… Más de veinte personas… no se conocen…

Apagó la radio, no se enteraba de nada, pero lo único que oía los últimos días eran noticias como esa, pero estaba acostumbrado a la magnificación de cualquier conducta violenta, de eso vivían, y lo hacían bien, las buenas noticias eran menos noticias, como decían los propios periodistas.

Se recostó y se dejó llevar; lo despertó horas después la luz del amanecer.

Como si fuera una costumbre, se fue al venero, bebió y se lavó la cara, después fue hacia el cortado, tiró de la cuerda, nada de peso, “más hambre”, pensó, y con resignación volvió a la vieja casa, miró el estante, apartó las pocas latas y las leyó como si estuviera en una biblioteca, al final se decidió por una de las cuatro que le quedaban “Ravioli a las finas hierbas”, incluso la foto tenía mal aspecto, pero más hambre tenía, ni la calentó, tampoco la cocina de piedra era de gusto encenderla, imaginó que calientes tenían que estar mejor, porque fríos estaban asquerosos, pero relamió la lata, sacando con la cuchara cualquier resto que pudiera quedar de tomate o pasta.

Rebuscó entre los restos de todo lo que allí había; los periódicos los había leído varias veces, las hojas sueltas, porque completo no había ninguno, se remontaban a más de veinte años atrás, movió las maderas, hasta que al final encontró un poco de cedazo, seguramente utilizado para cribar arena, para alguna de las muchas reparaciones y malas del lugar.

Salió afuera, con el cuchillo cortó una rama flexible de uno de los árboles, no sabía que clase era, no los conocía, pero comprobó que se doblaba bien. Con cuidado, fue dándole forma al cedazo sobre la rama, hasta que ésta cogió el contorno de un cucharon grande de unos treinta centímetros de diámetro, el resto, un metro, lo dejó libre, esperaba con eso coger alguno de los peces de las pozas de los riachuelos.

Se puso la pistola en la espalda, y bajó por los riscos, caminó un cuarto de hora por entre las escarpadas laderas, hasta llegar a un lugar que entre las rocas ofrecía la vista de un riachuelo que se agrandaba en unas grandes pozas de piedra, de apenas metro y medio de profundidad.

Miró a la superficie y vio como allí se movían libremente unos cuantos peces, los había de todos los tamaños, los más grandes quizás de veinticinco centímetros, más no, ni sabía de que especie eran ni le interesaba, pero después de la lata, el estómago le seguía rugiendo, y allí en el agua estaba el remedio para ese mal.

Se desnudó y colocó la ropa sobre una piedra, la pistola la metió entremedias de ellas, ocultando su vista, por si acaso. El ser precavido no estaba mal en ningún supuesto, fue hacia la salida de las pozas, y cogió piedras grandes, con ellas hizo una presa más o menos compacta por la que salía el agua, pero por la que era difícil que pudiera salir algún pez de tamaño aparente, hizo la misma operación en el otro extremo, dejando la poza y un par de metros de riachuelo libres, dejando salir poca agua, el resto tendría de ancho dos metros.

El agua estaba fría como si fuera hielo, afloraba de sitios frescos y oscuros, era cristalina y limpia, fuera de la contaminación, directa de la montaña. Miró su obra y se sintió satisfecho, parecía funcionar, observó la poza, allí nadaban esos cabrones que no se dejaban comer, pero ahora era diferente, había tenido suerte de encontrar el cedazo, ahora verían quien era él.

Se metió con cuidado en la poza, resbalaba como si le hubieran dado cera, no es que fuera grande, pero sí lo suficiente como para que los peces se siguieran riendo de él. Quieto como una estatua, aguantó el frio, hasta casi quedarse congelado, a pesar del calor de fuera, pero nada, lo peces sabían varios idiomas.

Salió afuera y se colocó en un lugar donde diera el sol, se acordó de los padres de todos y cada uno de los peces, los grandes eran dieciocho, y uno por uno se habían reído de él, tiritó hasta que sintió como el calor penetraba en su cuerpo.

Pero no se desanimó, apenas su cuerpo dejó de sentir frio se volvió a meter en la poza, cambió de táctica, casi inmóvil, esperó con la paciencia del santo Job a que pasara a su lado uno de ellos. Hasta después de varios intentos, no pudo sacar a ninguno, con paciencia siguió, sacó nueve, pero tuvo que salir cuando notó que no le respondían las manos.

Volvió a ponerse bajo el fuerte sol, y en unos minutos volvió a sentir el calor en el cuerpo, “tanta historia para nueve peces”, pensó, pero después los miró bajo la perspectiva del estómago que le gruñía, se fue hacia los animales y los destripó, con cuidado de no llevarse nada que pudiera alimentarlo, los colocó sobre la hierba y se quedó mirándolos, se sintió por un lado orgulloso de haberlo conseguido, después miró lo magro de la aventura y se encogió de hombros, “menos da una piedra”, pensó.

Se vistió, y allí mismo colocó varias rocas, ramas secas las había en abundancia, allí no habían recogido leña en la vida; cuando pasó un rato, buscó una piedra plana y la colocó encima, a los lados siguió echando madera, menos por uno de ellos, por el que continuaba alimentándola; cuando comprobó que estaba caliente la piedra, puso los peces sobre ella, y esperó, mientras seguía alimentando la hoguera, a que estuvieran cocinados, o por lo menos quemados y calientes.


[1] En España. Persona que es contraria al capitalismo, defiende activamente una mayor libertad de las personas y generalmente muestra un aspecto y una indumentaria descuidados.

[2] Llama, Gabilondo y Cía. S.A. fue una empresa dedicada a la fabricación de armas cortas, principalmente pistolas y revólveres, que estuvo ubicada en la localidad alavesa de Vitoria en el País Vasco, España. Se fundó en el año 1904 en Éibar (Guipúzcoa) con el nombre “Gabilondo y Urresti” dedicándose a la fabricación de revólveres tipo Velo-Dog.

[3] El metamizol (DCI), también conocido como dipirona o novalgina, es un AINE (antiinflamatorio no esteroide) perteneciente a la familia de las pirazolonas, cuyo prototipo es el piramidón. Es utilizado en muchos países como un potente analgésico, antipirético y espasmolítico. El principio activo metamizol puede presentarse en forma de metamizol sódico o metamizol magnésico. Nolotil es una de las marcas que lo comercializa.

[4] La STAR, Bonifacio Echeverría S. A., fue una empresa española dedicada a la fabricación de armas, especialmente de armas cortas, radicada en la localidad guipuzcoana de Éibar en el País Vasco, España. Hundía sus raíces en la tradición de fabricación de armas que tiene esa ciudad y en general toda la comarca del Bajo Deva.