La Muerte De Don Rodrigo De Vargas

El domingo de la Santísima Trinidad del año 1586 corríanse toros y cañas en la calle de la Féria, que ya hemos dicho era adornada para celebrar éstas fiestas, a que eran tan dados los caballeros cordobeses; entre los muchos que aquella tarde acudieron fué uno D. Fernando Paez Castillejo, dueño de la casa de los señores Trevilla en la plazuela de D. Gerónimo Páez; cerca del Portillo veía el espectáculo un jovencillo, vestido de paje, por serlo del alférez mayor de la Ciudad D. Pedro de Córdoba, de quien la maledicencia decía ser hijo natural; cerca de él revolvió su caballo D. Fernando, con tan poco tino que arrolló al pajecillo Luna, que era como llamaban al jóven, el que amostazado por haber servido de burla a los espectadores, cogió las riendas al caballo y pidió al jinete satisfacción de la ofensa; contestósele como a un niño, y creyéndose despreciado fuese a su casa, tomó una espada y esperó al caballero en el camino de la ya dicha plazuela: segunda vez sujetó al caballo y desafió a D. Fernando de Paez; éste despreciólo de nuevo y negóse a lidiar con él; el paje, sin miramiento alguno, le dió una estocada en el pecho que lo dejó caer muerto sobre un montón de cal, donde el autor de los Casos raros asegura haberlo visto; acudió gente a recoger al muerto, que llevaron a su casa, y el paje echó a correr por la hoy calle del Horno del Cristo a la Catedral, a cuyo sagrado se acogió.
En la casa de Paez todo era confusión y pena, sus parientes se reunieron y en unión de la justicia resolvieron ir en busca del agresor. Llegaron, en efecto, a la Catedral, encontrándolo sentado en la grada de uno de los altares, desde donde D. Rodrigo de Vargas, que iba delante, lo sacó casi a la rastra: ya cerca de la puerta lo apsotró [sic] el paje, diciéndole entre otras cosas, que era estraño ver a un caballero de su clase ejercer el oficio de corchete con el que estaba bajo el amparo del templo, palabras que le valieron una bofetada tan grande que hizo brotar sangre de su boca; más lejos de desmayar el jóven delincuente, juró a gritos que aquella ofensa había de costarle la vida, amenaza escuchada con desden, porque todos creían que bien pronto tendría que espiar en un cadalso el asesinato alevoso cometido en la persona del caballero Paez.
Tenemos al pajecillo Luna en la Cárcel, sita en la hoy calle de las Comedias [Velázquez Bosco], frente a la Vírgen de los Faroles; el proceso continuó su marcha apesar de las protestas del Cabildo eclesiástico, por haber estraído al preso del sagrado recinto de la Catedral; una sentencia de muerte fué el resultado, señalándose el dia de su cumplimiento: dióse el consabido pregon de que nadie osase salir a la calle con armas; la horca se levantó en la plaza y la hermandad de la Caridad y demás personal que en aquellos tiempos concurrían a estos actos, reuniéronse a la puerta de la Cárcel, formándose la procesión, a la cual ésta vez señalaron una carrera en estremo larga, dando la vuelta hasta San Pedro, calle de Almonas, San Andrés a volver a bajar la Espartería: el reo, subido en un jumento, iba dando muestras de contrición; las doce estaban para sonar cuando llegaban a donde hoy está el Arco alto, y las voces de perdón empezaron a resonar entre la apiñada muchedumbre, ávida, como siempre, de presenciar éstos desagradables espectáculos: no era el perdón lo que llegaba, la Chancillería de Granada, atendiendo las reclamaciones del Cabildo, mandaba suspender la ejecución; el pueblo en general, a quien interesaba el joven Luna, empezó a dar voces de júbilo, en tanto que la mayor parte de la nobleza veía con gran desagrado que no se vengaba tan pronto como debiera la muerte de un pariente y amigo, achacando este entorpecimiento a las grandes influencias del Alférez mayor D. Pedro de Córdoba, a quien suponían padre del delincuente; éste regresó casi en triunfo a la Catedral, donde permanecería en tanto que se decidiese la competencia; mas a las pocas noches desapareció de la Iglesia, ignorándose su paradero mucho tiempo, hasta que al fin se supo su marcha a Flandes, donde abrazando el ejercicio de las armas se elevó por su valor y talento a la graduación de capitán.
Encargado el racionero Cortés de la dirección de realizar la venganza que todos anhelaban, creyó que nadie sería tan a propósito como aquél que con gusto cumpliría su juramento de joven, y decidió escribirle una carta, a la cual contestó que vendría a Córdoba a mediados de la próxima Cuaresma, oferta con exactitud cumplida, quedando escondido en la casa del Racionero.
Por este tiempo concedió el Papa un jubileo plenísimo que todos se apresuraron a hacer, y un D. Andrés de la Cerda, amigo verdadero de D. Rodrigo, le aconsejó aprovechara la ocasión de descargarse de tantas culpas como lo abrumaban; acogió con gusto el consejo, conviniendo en ir juntos a confesarse al dia siguiente a la iglesia de los Carmelitas; más aquella tarde, viéndolo bajar por la calle de Pedregosa [Blanco Belmonte], un negro esclavo del Racionero Cortés, avisó a éste y bien pronto se colocó en la reja para hablarle; D. Rodrigo se paró y dijo que al dia siguiente pensaba hacer el jubileo, de lo que fingió alegrarse el malicioso cura, rogándole que en celebridad de su arrepentimiento lo convidaba a la noche siguiente para hacer colación juntos; aceptó Vargas y marchóse tan descuidado, en tanto que su enemigo convocó a las personas contra él confederadas para presenciar lo que allí había de suceder.
Cerda y D. Rodrigo hicieron su jubileo; el primero vivía cerca de la casa del Racionero y a ella se llegó el segundo antes de ir al convite, rogándole a su amigo, que lo esperaba en la puerta, que cambiase la capa por aquella noche, porque tenía necesidad de acudir a una cita después de tomar la colación y no quería ser conocido; repugnólo D. Andrés de la Cerda, más al fin accedió al cambio y Vargas bajó la calle, deteniéndolo el racionero, que lo esperaba en su ventana; hízole entrar, pretestando hacerse tarde, y desde luego lo llevó a una estancia en que estaba la mesa dispuesta, señalándole como asiento el sillon que daba espalda a la puerta de otra habitación, en la cual se habian escondido el capitán Luna con todos los demás confederados contra aquel infeliz caballero; éste, de buena fé, sentóse, y estando en jovial conversación con D. Pedro Cortés recibió un terrible golpe en la cabeza, asestado con un venablo, por el pajecillo, a quien apenas vió, y que apesar de la carrera hecha no olvidó el modo alevoso que tenía de quitar de enmedio a los que le estorbaban; D. Rodrigo dió un terrible grito de “me han muerto”, que, aunque confusamente, oyó desde su casa D. Andrés de la Cerda; mas temeroso de que D. Rodrigo hubiese hecho alguna de sus hazañas, complicándolo a él por el cambio de la capa, puso de testigos a sus criados de estar en su casa cuando oyeron la voz, y cerró su puerta para no intervenir en cosa alguna: un matrimonio habitante en la casa frente a la del racionero también oyó el desaforado grito de la víctima, pero en su declaración no pudo fijar el sitio de donde había salido.
Muerto D. Rodrigo, sus asesinos y algunos de sus parientes recogieron la sangre posible en un cubo y con ella fueron manchando muchas esquinas de las calles, y aún se añade, ser la idea señalar las casas donde habían sufrido alguna ofensa del muerto, como para significar estar vengada; el cadáver fué envuelto en su capa; pusiéronle los guantes, ciñéronle su espada y con sigilo lo llevaron a la calle del Baño, hoy de Céspedes, dejándolo tendido contra la pared como si estuviese dormido, tanto que D. Pedro de Mesa declaró luego que viniendo del campo con más de veinte amigos, vieron aquel hombre en el suelo y creyéndolo embriagado siguieron su marcha comentando los efectos de semejante vicio.

La señora, ya viuda de Vargas, que a pesar de sus muchos desaciertos lo quería con exceso, estuvo toda la noche esperando, y viendo por la mañana que aún no había aparecido, envió, en cuanto amaneció a su criado a preguntar a D. Andrés de la Cerda, quien le contó el cambio de la capa e indicó el punto a donde sospechaba hubiese ido; siguió el criado sus pesquisas, encontrándose en la calle del Baño [Céspedes] con el cadáver, cuya vista le produjo tal impresión que empezó a dar grandes gritos de quebranto, volviendose en busca de D. Andrés, quien acudió, y en unión de otros amigos y parientes resolvieron llevarlo a casa del primero, en tanto se preparaba a la desgraciada señora; hízose así, y de allí salió también el entierro, al cual asistieron, para disimular, cuantos habían intervenido en la muerte, menos el capitán Luna, de quien la tradición no vuelve a ocuparse.
D. Andrés de la Cerda y otros parientes de D. Rodrigo pudieron descubrir cómo sucedió la muerte de D. Rodrigo de Vargas, y dando cuenta a la Justicia, ésta dirigió sus actuaciones contra el racionero Cortés, D. Juan de Córdoba, D. Alonso de Aguilar, D. Alonso Cervantes y otros, sufriendo todos cuatro veces el tormento decretado por los Jueces pesquisidores mandados por el Rey para seguir esta causa; el único que a fuerza de los dolores dijo alguna cosa fué el negro esclavo de D. Pedro Cortés, el que un dia amaneció muerto en su calabozo; el ama o criada sufrió nueve veces el tormento, quedando coja y manca, pero sin pronunciar una palabra que diese el menor indicio, por lo que su amo le señaló después una pensión vitalicia; a Cervantes lo maltrataron también mucho, porque dentro de un bollo le encontraron un papel en que le aconsejaban sufrir y callar; por último, el Racionero fué reclamado de Roma y los otros de Madrid, donde permanecieron muchos años, y al cabo todos quedaron libres, siendo recibidos en Córdoba con grandes muestras de júbilo, pues si infame era el crímen, no eran menos los muchos que se le imputaban al D. Rodrigo.