
Capítulo XVII
La Premonición
Rosa tiró el teléfono sobre la cama como si fuera un animal venenoso.
– ¡Ay Dios mío, que algo va mal!, que Pablo me ha hablado como si le fuera a pasar algo, tengo que verlo.
– ¿Pero tú que vas a arreglar?, canija, -le preguntó Ange.
– Me da igual, pero tengo que verlo.
– Si no sabes dónde está.
– ¿Qué no lo sé?, y una mierda, donde las dan las toman, lo que te hizo a ti se lo he hecho a él, mira.
Rosa le enseñó el móvil.
-Está en Sines, en Portugal.
– Hija de puta.
– ¡Se va escapar ese de mí!, necesito estar con él, le van a hacer algo malo. Llama a Anita.
Ange salió a buscar a Ana, a Rosa el corazón se le salía por la boca, lo tenía tan claro, tenía que salvarlo, era necesario, si ella lo dejaba a su suerte no lo volvería a ver.
Entró Ange arrastrando a Ana.
– Anita, ¿tú tienes coche?, -preguntó Rosa con cara de loca.
– Sí, ¿por qué?, -contestó ella.
– Porque nos vamos a Portugal.
– Y una mierda.
– Tú verás, yo me voy a escapar.
Rosa miró a Ange y ella asintió con la cabeza.
-Con mi prima.
-Por encima de mi cadáver.
– Tú no nos conoces, te buscamos las vueltas seguro, y si no nos ayudas, solo te echaremos la culpa a ti, después se lo dices al Señor Francisco y a mi Ayo, a ver a quien cree.
– Seréis hijas de puta.
– Lo que tú digas, pero si sales por esa puerta te hacemos la vida imposible, no nos conoces.
– De acuerdo, pero no os dejaré qué os metáis en ningún follón.
– Tienes nuestra palabra.
Rosa asintió mientras que en su cabeza daban vueltas solo tres palabras, “Y una mierda”
Todos durmieran con la ropa puesta, en los mismos sillones del salón, sólo los de guardia estaban de pie, el ambiente estaba tenso, esperando que la situación estallara en cualquier momento, nadie salió en todo el día, ni siquiera los portugueses.
Probaron algún bocado, repartieron bocadillos, pero todos estaban pensando en lo mismo, ¿Sobrevivirían?, quien lo sabía, pero que dejarían a algunos en el camino, estaban seguros.
Se acercó a Tomás y le pidió.
– Tío, con su permiso quisiera decirle algunas palabras.
– Lo que quieras, Pablo.
– Vamos a una situación complicada, algunos de nosotros no volveremos, seguro que liaremos un buen follón, tanto tiro se va escuchar muy lejos, al final llegará la Guardiña, la Policía, cuando oigáis los gritos de ¡policía, policía!, dejad las armas y salid corriendo, coged los coches y desapareced, recoged a los heridos y de lo demás que se encargue la policía, que para eso le pagan.
Todos asintieron.
– Tomás, -comentó preocupado Don Pedro.
– Los míos no han llamado desde hace media hora.
– ¿Es normal eso?, -preguntó Tomás.
– No, respondió Don Pedro, ¿cancelamos?
– Yo digo que no, -apostó Tomás.
-El que quiera irse que se vaya, nosotros seguimos.
Pablo comenzó a hablar.
– Vamos a hacer una cosa, llevamos los coches hasta donde hemos quedado, fuera de la vista de cualquiera, nos aproximamos andando, yo me adelanto, me acerco a donde están los dos de los Gomes, y os hago señas con la linterna, una sola vez bien, y seguimos, dos veces algo va mal, esperáis a que yo dispare, vosotros os dispersáis y cazáis a los que podáis, tres luces, es abortar, porque nos están esperando para cazarnos. ¿De acuerdo?
Los jefes asintieron.
Cogió el FAL, Juan el CETME, y se montaron en los coches.
Nadie habló, en apenas una hora llegaron al camino de tierra, apagaron los faros, y los dejaron en un camino lateral que los ocultaba de la vista desde la carretera.
Se separaron, ellos quedaron sobre un altozano desde el que se divisaba todo el valle.
Pablo pensó que no existe situación peor que aquella en la que quieres correr, y sólo puedes moverte milímetro a milímetro, que quieres ir en línea recta, y tienes que ir de parapeto en parapeto haciendo curvas enormes. Se hace eterno.